La sombra del Animal - Vanesa Guerra

viernes, 5 de octubre de 2012

Monita y Pili se aman


Monita y Pili se aman


El rostro de una mujer es especialmente atractivo cuando se levanta a la mañana
Sei Shônagon



La angustia arranca las ideas de cuajo – lo leyó en voz alta como para retener la idea que ya parecía serle arrancada de cuajo, un manotazo que desgarra toda reflexión; la angustia es una mierda, resumió, de manera vehemente pero vencida. Entonces Pili consideró matarse, recordó la soga de nylon, gordita y fuerte, una trenza sensata de nylons blancos y negros, altanera como para escalar montañas o en su defecto tender ropa húmeda y vaporosa hasta el manchón oscuro, bajo el sol iracundo de esta ciudad irreflexiva, atestada de locos, furibundos, mierditos, resentidos y desclasados. 
   Monita no hubiese admitido tal manera de referirse a la gente, no hubiera dejado pasar así nomás el comentario, hubiese deslizado qué sutileza xenófoba, versión híbrida, según ella, del racismo de Pili, tan precario en sus bases teóricas, tan meloso, sentimental... porque para Monita, Pili, pobrecita, apenas sabe pensar. 
   Que Pili hubiese devenido planta furiosa en última macetita ahogada de La tiendita del horror, era asunto del destino humano en sus insospechados decursos; así debatía Monita su interior, frente a Pili –que andaba cada día más boba y como si esto fuera poco, cada día más triste y enojada. Pili: una frustración con patas, algo irremediable y lo que no tiene remedio remediado está; quizá podría probar un poco de Tai Chi. 
   Mientras Monita tomaba sus avanzadas clases de Tai Chi en el parque cercano, Pili empezó a buscar la soga en el galponcito de la casa. Varios días, por la mañana, al levantarse, pensó que no sería tan difícil, porque en el fondo de la casa hay un gran árbol que nadie identifica en la especie; la mamá de Pili creería que es el árbol de las barbas de la cabra; a Pili siempre le gustaron los árboles, y algo conoce: aprobó un curso en el Jardín Botánico; pero ese nombre no lo había escuchado antes, un árbol barbudo... sí, puede ser; puede ser porque muy pasado el otoño y casi entrando en una demorada primavera, el árbol éste largó como unos pelos amarillos, sedosos, nada dóciles, más bien pinchudos y lo hizo antes de mostrar alguna hojita. Al llegar por vez primera a esta nueva casa, Pili creyó que el árbol estaba muerto y varias veces durante ese invierno sin nombre y hastiado de grises, sin que Monita la viera, hirió al tronco muerto con una sevillanita desafilada para ver si corría un poco de savia en su interior; y por supuesto que no corría nada; un buen día introdujo un pincho de parrilla por el ombligo oscuro del árbol y escarbó hasta ensartar una asquerosidad de bicho baboso, verde, gusanazo regordete y viscoso que retorcía su cuerpecito como broqueta de tripa viva; ensartado, bajo el sol que le daba a rayo partido, entre nube y nube, el bichazo enroscaba sus verdores fluorescentes sin ojos, sin patas diminutas, lampiño hasta el brillo –como brilla, tan sedoso, tan globoso, que ganas de tocarlo; pero Pili acotó la curiosidad con inquietud, con pálpito y recelo y después de vencer la impresión y después de gozar con el sufrimiento animal, lo mató: lo aplastó; escuchó el gloub de las entrañas jugosas porque seguramente esa inmundicia habría vampirizado al árbol; habría tragado toda la savia y la habría cagado, rastrero, haciendo lentos rombos por el lomo muerto del tronco y con increíble destreza o paciencia animal habría desparramado resina inservible, puro veneno, hasta ultimar la magnífica planta, por dentro y por fuera. En las noches, el cadáver taciturno, bajo el clamor impúdico de la luna, destellaba una red de lucecitas gelatinosas, fosforescencias lunares, que no eran más que el vómito o la deyección de ese gusano traslúcido y turgente lleno de alma verde del árbol sin nombre. 
   Muerto y sin nombre era lo más parecido a Pili.
   Por las mañanas, aun con los ojos pegados, recordaba a Robert Walser –un genio que nunca conquistó el nudo, por eso cada tanto caía de su corbata mal atada; pero para el caso, ni ella era Walser, ni Walser tuvo un padre marino que acopiara cuadritos con infinidad de nudos para amarrar, desamarrar y otras lindezas marítimas y lacustres. Así que en esas mañanas terribles, Pili ensayaba en la virtualidad del pensamiento maniobras para realizar una suerte de tres vueltas y después para arriba o para abajo o... había que probarlo, porque la angustia destruye los conocimientos, los arrasa... ¿dónde están los cuadritos del padre? y ¿dónde el libro de los nudos? Del tronco mayor, que al fin y al cabo, después de varios meses de nadería, se pobló de retoños y hojas inmediatas en los inicios tardíos de la primavera, emergía, desfachatada, una rama gruesa al centro del parque, fuerte como la trompa de un elefante joven; era factible, entonces, que soportara cincuenta kilos de angustia sin hacer de la escena un franco papelón. La escalerita blanca escondida a la vista de las pocas visitas, la soga envolviendo cruzado hombro y cintura, una subida sin ideas a los escalones del altar, un movimiento ágil para atar el extremo de la cuerda a la trompa paquidérmica, un lazo contundente, un coraje premonitorio para asomar hasta meter el cuello en la otra escena, patear la escalera, dejarse caer y aguantar el grito para que la chusma del barrio quedara sordamente excluida desde la ventana lindera que es todo paneo. 
   Una tarea muy fácil ¿pero dónde mierda está la soga? 
   Cuando Monita llegó con el atuendo blanco de Tai Chi y sus frases sabias babeaban las comisuras de una sonrisa levemente fruncida, Pili, revuelta, había sacado al parque todas las imbecilidades acumuladas en el galpón; diseminadas o alborotadas en ilógicos montoncitos, supo, con una certeza luminosa y arrobadora, que debía incendiarlas: rociar kerosene, y lanzar un fósforo; con el pensamiento espeso, Pili ya escuchaba el reclamo del orden, un llamado sargentoso que Monita esmeraba en la dicción sugerente al pronunciar la elle, la y griega, la ce hache, las eses; 
   ¿qué rayos hacés, che? ¿Llamó alguien para mí? Ya vengo, y ordená eso, querés. 
   De pronto, pensó en matarla. Primero sintió el odio que toda la vida profesó por Graciela Borges, después recordó que amó a Graciela Borges y que la amará toda la vida porque la dirigió Lucrecia Martel en La ciénaga; así es el amor: hay que saber dirigir. Pili compró la película en Blockbuster, la vio 22 veces, la seguirá viendo si no se mata, porque Pili yace abombada en una de las reposeras envueltas de selva y humedad, Pili yace, inerte, en la reposera que falta en el parque rancio de la película La ciénaga; Pili pantano, pilicenagosa, pilicosa, pilivana, pilivana inservible. 
   El agua caería sobre el cuerpo majestuoso de Monita, una ducha diría cualquiera, pero nunca se sabe a ciencia cierta cómo es la química real del agua en la piel tersa y solitaria de Monita, pues hasta donde el recuerdo se presiente, hasta donde palpita con último estertor, en el borde delicado donde acaba la imagen del pasado y pulveriza los hechos, Monita y Pili supieron bañarse juntas, amarse con flujo eterno, darse caricias insospechadas, reírse de la finitud, morir y renacer tras cada orgasmo. 
Pero hoy va a matarla, porque Pili cambió de idea, y en esa mente opaca y confusa intenta gestar un plan, ella, pobrecita, que ni siquiera sabe ganar al Tatetí. 
   Monita reapareció en el parque envuelta en una toalla y vio a Pili apenas apoyada, como caída de un banquito de madera, en la misma incómoda posición de un par de horas atrás; era evidente que estaba insolada porque el sol laceraba todo, caía a pleno sobre la tierra yerma donde apenas crecen yuyos hirsutos... antes, a esta casa la alquilaban gitanos de rara lengua, tuvieron un gallinero y una sucia manía por revolear basura sobre basura, casi siempre inorgánica; un día los gitanos enloquecieron de alegría, las vecinas cuentan que las cucharas de plata escalaban las medianeras, que asomaban todas juntas como niños curiosos los ojos cóncavos argentos, dicen que retorcían cimientos de hierro con esas mentes mágicas y magnéticas; que entre gritos, rosas y cantes de una fiesta que no acababa, demolieron a saltos de tablao los techos del gallinero con unas pocas gallinas dentro y luego pa´ festejo de boda quemaron las partes no vendibles de algunos autos robados. Bomberos, jueces, policías y oscurajes, desalojaron a las familias, le impusieron su identidad nómada y el dueño de la propiedad con las manos en su masa rellenó el terreno rotoso con escombros, lo que equivale a decir: con más polvo que tierra; por eso las veces que Pili y Monita probaron cavar un pozo para plantar un ajenjo y un jazmín, toparon las ilusiones con vidrios, azulejos, hierros, cucharas, cascotes y grandes huesos de caracú. 
   El dueño de la casa –Pili y Monita la alquilan hace cuatro meses- dejó caer que si acaso prefieren un parque con buena tierra, entraña fértil, tendrían que comprar un par de camiones o matar a varios –le pareció leer a Pili en la mente usurera del locador- enterrarlos con esmero y al cabo lograr un parque bello como esos pintorescos cementerios de pueblo chico, donde los frutales dan duraznos enormes como melones, hermosos frutos, bien abonados. 
   Hay gente que mata y entierra su víctima en el fondo de la casa; pese a que siempre los descubren, insisten con la mala coartada; hay que aceptar que no es una buena idea enterrar nada impropio en las entrañas de uno mismo, hay que tener mucho más que plata para no enredarse en tamaño escándalo. No es el caso de Pili. Tampoco el de Monita. 
   Mientras Monita, envuelta con turbante y pareo de toalla azul, augura, desde la puerta de la cocina que da al jardín, vaya a saber qué cosa, Pili, incandescente, rodeada de trastos diseminados y montoncitos ilógicos como al descuido, abandonados a una suerte de indolencia involuntaria, vio, como ve el recuerdo cuando se impone, la mandíbula de Tía Zharita flotar y dar vueltas sobre el agua del jardín desbordado de lluvia, en la vieja casa de Tapiales; todo barrial ese día, todo ese fondo de niñez entrañable era barro, pantano, barro negro, espeso, aroma a tormenta y más barro el tío, loco, que chapoteaba a gritos sobre las cenizas, que nunca son tan cenizas, las de su amada muerta, mucho más amada muerta que viva. Unos días atrás, el tío, con cinco infartos encima, abalanzó su torpe pero invencible cuerpo sobre el cajón abierto de la tía Zhara, balbuceaba inhóspitas frases en catalán y escupía horribles amenazas a todo el que intentaba acercarse; ya conseguía que nadie pudiera despedir a Tía: abrazado al féretro tambaleante, amarreteaba en su infinita incoherencia un cadáver; la prima a último momento tuvo la astucia de ofrecerle una copita generosa de Legui; desde la puerta de la cocinita del velatorio acertó a levantar su brindis, un convite frente a los ojos acechantes y furtivos del Tío Manón; entonces, la prima caminó con paso lento hacia la capilla ardiente y lo miró hilvanando alguna una cosa entre ellos; y el tío estiró la mano y bebió hasta empinar la copa; un fondo de ojos blancos. Después se supo que la prima Ercilia había disuelto a fuerza de cucharita contra el fondo dos comprimidos de Halopidol o Fluoxetina; tal vez, ya no pueda precisar con que tipo de cóctel obligó al padre aquella noche; pero lo que sea que haya sido, al cabo de un rato, tranquilizó alguna de las miles de fallidas conexiones en esa fugada cabeza, y a las horas, varias horas, quién sabrá cuántas, digamos después, digamos al día siguiente, cremaron a la tía, y él, sin ninguna pasta encima, y con una urnita de madera ataviada con las vendas que usaba Tía por la flebitis, desvistió los restos de su Zharita y desparramó las cenizas sobre el jardincito huérfano de la casa de Tapiales; una nube oscura de polvo y mineral anticipó el chaparrón certero de aquella tarde de verano, bajo un cielo surcado por aviones ruidosos, un cielo inmenso de fugitivos colores al ocaso que enloqueció con los truenos y vibró aún en más las ventanas, en una atmósfera metálica, densa, apenas ventosa, la lluvia lo inundó todo, lavó la tierra, las baldosas, las rejillas, y los restos que nunca llegaron a ceniza impusieron su presencia: la mandíbula flotaba en los canteros de las rosas, y luego, huidiza, presa de una fuerza hidráulica paseó dando tumbos por canaletas hechas a fuerza de pala sobre la tierra; el agua discurría su firulete y su remolino y conectaba unas islas florales con otras, envolvía matas de margaritas, espesuras de ruda macho, montes de dalias, hortensias, crisantemos, bajo la caudalosa lluvia, bajo la lluvia cantarina, la mandíbula de Zharita era balsa salvaje difícil de asir, y Tío no cesaba de pisotearlo todo, chapotearse de barro, correr cerdos imaginarios, rengo y trastabillado, tras la nunca ceniza del amor; Ercilia, ya no pensó en más pastillas maceradas, ni en revueltos, ni en jarabes, sólo le dejó hacer: que fluya el viejo, hoy no vamos atarlo, dijo. Al rato lo perdieron de vista, la lluvia más el silencio inquietó la tarde y las primas salieron al barro y lo buscaron por las afueras de la casa, en medio de un descampado, en las afueras descampadas donde todo es posible; y allá el galponcito, a paso rápido sobre charcos, alzándose entre chapones, el galponcito, como a las perdidas del terreno, entre árboles viejos y fuertes, cobijado, camuflado, y las primas abrieron la puerta y ahí estaba, él, Don Manón, esmerado en su arte, esmerado y con obra expuesta: una soguita negra parecida a un cordón desteñido ahorcaba por el medio a la mandíbula andariega; te hice un colgante, m´hija.
   Ya Monita insistía en que la dermatóloga y el cáncer de piel. Entonces, esquivando los trastos, le acercó a Pili un sombrero de paja, chino, una sombrilla de cabeza para trabajar el arrozal y también una crema anaranjada que manchaba cuanta cosa anduviera cerca; con un gesto indeciso, como volviendo de otro mundo barroso y licuo, Pili, fingió leer el nombre del producto para detenerse un ratito más en aquello, para no desintegrar del todo el recuerdo de la familia, de la Tía Zharita, del Tío Manón, pero Monita la preñaba de voces, de alertas, la frenaba con chirridos acorralándola en los rincones del ser y entonces, sin refugio, las ideas lábiles de Pili, comenzaban a errar, espesas y rancias desvanecían sus figuras gallardas, caían inoculadas de miedo, las ciudades del recuerdo eran sitiadas y todo parecía desgranarse: el alma secreta de las cosas del pasado evaporaba su existencia y desalojaba el infinito jardín del barrio de Tapiales, y otra vez todo era yerto, escombro y yuyo. 
   La angustia es barro y escombro –pensó; y cree haberlo dicho mientras embadurnaba la cara con esa crema mandarinosa; ¿es mandarina o mandado? ponete la crema te digo, ¿no ves el sol?, ¿mandarina o mandado? ¡qué me mandás! donde manda capitán no manda mi papá, mi marinero. Desparramate de una vez, dale que te quedó un montoncito naranja en la ceja. La Borges camina hacia la reposera, no necesita cremas con tanto pantano cerca la piel respira mejor. Monita y Pili se aman. Monita le da la crema, le cuida la piel de bebé, la rodea con brazos certeros, le mima una frase al oído: que sería de vos sin mi, Pilita de mi corazón, no te dejes caer en la tentación. Tomá tu clonazepan, te lo parto en cuatro así no te ahogás, o te lo piso en una cucharita con azúcar y agua. Hoy viene a comer Cococho y Bimbo. Hay que ir al súper, comprar vinos, velitas, caviar, y arregláme este revoltijo que parece una rebelión de estropajos... hay algo tan ingenuo en los estropajos ¿viste? mirá esos pobres trastos bajo el sol, recalentando su existencia bajo una mirada indolente... Pili, el Feng Shui en la casa no considera semejante desborde de cosas, porque todo desborde, todo desorden, además de impuro, es sucio, Pili; dale, tragá nomás, tomá agua, más ... que chica tan macaca... bueno, ya está, y ahora acomodame el galponcito; che, cuánta cosa hay en el galponcito, ¿no?; dale, mové, no te me cuelgues, Pilina.



del libro: La sombra del animal. Vanesa Guerra. Editorial Bajo la luna, 2008 Buenos Aires


págs 15-23

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