La sombra del Animal - Vanesa Guerra

lunes, 11 de febrero de 2013

Mirar lo negro (relato) Vanesa Guerra



Mirar lo negro









...luna lunera cascabelera 
luna lunaria cascabelaria
luna lunosa cascabelosa ... 


¿Qué me obliga a pensar que esa niña que atiende con una mirada curiosa e infinita las lejanías que acerca un telescopio plateado, apoyado en su trípode, abierto a la luna, y a la estrella del norte, y a ese profundo intervalo negro que separa un astro de otro, digo, qué me obliga a pensar, a creer, que esa niña, al lado de ese padre, que atiende con infinita curiosidad al cielo inmenso de la noche, soy yo a los cuatro años?
   Ella es otra, y me ignora; yo la recuerdo, difusa, como en la oniria pero me no me pertenece; se me ha perdido dentro, se me ha extraviado.
   Esa misma noche, o alguna de esas noches que siempre parecía ser la misma, acaso dormía cuando la ventana de mi cuarto que daba a un fondo que se enredaba con árboles viejos y lejanos de otra manzana, un fondo oscuro y tupido en la zona Oeste del gran Buenos Aires, se iluminó. Henchida de luz la ventana abierta, la persiana baja; abrumador el silencio de la casa en esa hora. Inmediato, el resplandor ganó la entrada al cuarto y cortó el aire con sus rayos: un abanico desplegado. Acaso, las hendijas en la persiana dejaron filtrar el caudal de lunas y astros sobre la pared cremita donde cuelga alegre una familia entera de muñecos afelpados. Los Telerín, uno por uno, de mayor a menor, con pupilas negras sobre fondos blancos, con pupilas negras, ojazos blancos; los Telerín bailan en la madrugada una danza incierta sobre mi cabeza aterrada de luz bajo una sábana trémula que me cubre el espanto hasta las orejas. El grito, llamado urgido a mis padres, no salió; inarticulado, oprimido, fue testigo mudo de un destello que cobró intensidad para envolver el cuarto hasta devorarle las formas: le quitó paredes, cama, repisa, objetos, y algo que no puedo precisar comenzó un lento movimiento hacia mí, algo negro que se agrandaba, que restaba luz, que devenía oscuro, algo que no tenía ojos, ni voz, ni manos.
   Al día siguiente los vecinos hablaban del fogonazo: todo Morón lo había visto; en estos barrios descampados puede pasar cualquier cosa; detrás de la arboleda del frente de la casa nunca se sabe que hay; un gran baldío, terrenos del Estado Mayor, atrincherados tras una prolija fila de álamos. Pero la luz vino del otro lado habré pensado con el lenguaje de la infancia que no es este que uso ahora; el otro era intuitivo apenas rozaba la densidad de la palabra; la luz vino del fondo de mi casa, del fondo y del cielo, que no debe ser tan oscuro como parece, habré pensado, mientras mi abuela hablaba con la dueña del almacén, que ya nos despacha pan y se llama Betty y es enana. Por eso, cada vez, sube a un banquito, como rengueando, y llega al mostrador para atender a los vecinos de siempre, entre montoncitos de palabras, conversando con manos tibias que aprietan monederos y ojos y caricias raudas sobre mi cabeza, porque Betty o la despensa de Betty es la única que hay en el barrio, en el barrio de barro y charco, de zapatillas Flecha, blancas, con olor a goma nueva, hasta que se va a la esquina esquivando de a saltos los zanjones.
   Betty prepara los más raros paquetes con galletitas dulces, anillos de chocolate, como los de Saturno, y los saca con yapa de una lata azul, cuadrada, que tiene una ventana redonda de vidrio, como un ojo de buey, como una escafandra, por donde le espío las manos pequeñas y gorditas, juguetonas, que revuelven galletitas y dejan pasar entre los dedos revoltosos pedacitos, anillos rotos.
   Betty, niña rara; agrandada, con ojos en lo más alto de una frente aceitosa, ojos muy cercanos a cada una de las orejas; separados, explica mamá; y con esa carota ancha y oscuramente infantil, el mostrador le da a la cintura y Betty pesa y pesaba la montaña de galletitas sobre un papel blancuzco, áspero de un lado pero suave y brillante del otro y por algún misterio de mano pequeña y veloz dobla el papel y hace un paquete como quien hace el repulgue de una empanada. Aquella vez, lo empujó con cuidado hasta el extremo del mostrador, donde el estaño desliza suave y prohíben apoyar la boca; esa vez alcé las manos y me lo agarré; ya iba prontísima a lanzarme en una carrera a casa, cuando la vi allá arriba, gigante, tambaleando en su banquito, la vi, a Betty, mirando, empezando a torcer la boca, a fruncir la nariz, achinar los ojos, a... mirándome, pero sólo sonrió y enredó algo así:
    a que vos lo viste...
   Antes de conocer una empanada, yo conocí los paquetitos rellenos de anillos de Betty.
   Con el tiempo supe que Betty había llegado de Saturno.


   Lo negro mira, me mira y miro. Cuando el terror invade es imposible medir el tiempo; es un instante catastrófico, eterno, el cuerpo se manifiesta por el dolor que produce el desamparo frente a lo que nos amenaza. La amenaza nos transforma, nos cosifica, nos convierte en una presa.
   Betty; la niña extraña
   Betty es enana, no es una niña.
   Betty no es enana.
   Betty tampoco es una niña.
   Betty bajó de una nave igual a la que vino el otro día.
   Habrá bajado antes, antes que ustedes se mudaran... Yo siempre viví acá -repliqué. No, vos antes no habías nacido, y no haber nacido es algo muy raro, y en este barrio pasaban cosas antes de que vos nacieras; por eso, antes, vino esa misma nave y la dejó a Betty, seguro que yo tampoco había nacido, y ahora la están buscando o también están buscando niños para cambiar por otros niños enanos. Mejor cerremos bien las ventanas.
   Las manos de Betty tienen el tamaño de mis manos, pero arrugadas; apenas más grandes los pies, las uñas corvas, amarillentas, indecisas; siempre le encontraba los ojos cuando le espiaba el dedo gordo salido de la sandalia. Ese dedo apunta a la puerta, parece un dedo escapándose del pie.
   Un dedo rehén, indicó Carlitos, lo único humano en ese cuerpo, concluyó.
   Carlitos era el más grande. Olía mal, siempre andaba sucio, rancio; en el fondo de su casa había un gallinero y Doña Rosa mataba gallinas para comérselas; tenía una cuchilla de hoja curva; un día, esa mujer gorda y petisa, alzó la cuchilla curva y dentada y antes de clavarla en una calabaza, justo cuando nosotros estábamos por cerrar la ventana, gruñó
   -eh, ustedes, con esto operan niños cuando les duele la garganta.
   Entonces fue que empecé a hacer una angina por mes; el médico indicó una operación. Esa vuelta, mi abuela me liberó -era enfermera- y con su ciencia convenció a todos que no hacía falta: los niños hacen anginas porque tienen miedo, dijo. Los niños siempre tienen miedo y no podemos quitarles distintas partes del cuerpo a medida que sufren ¿o sí? Entonces soñaba una cabeza sufriente a la que habían quitado las anginas, la garganta, las orejas, los dientes, la panza... Mi abuela era sabia, y la madre de Carlitos, Doña Rosa –esa bestia bruta, no le hagas caso- le caía muy mal, pero con las mismas sabias ideas que aniquilaba alguno de mis terrores, creaba generosamente una nueva fantasía para espantarme; esto me lleva a concluir que el punto no era mi abuela sino una propia y prolífica capacidad para sentir miedo.
   Una de esas noches, que por alguna razón siempre parecían iguales y eternas, dormí con la abuela en el living; abrazada hasta hacerle mal. Es que habían televisado a un hombre caminando en otro mundo, un hombre dando sus primeros pasos en la luna. Corrían la cortina del living y señalaban a lo alto, ahí, ¿ves? ahí hay un hombre que camina, camina sin hacer ruido.
   Reinaba una extraña felicidad, una felicidad que yo no comprendía, eran bocas risueñas las que mordían aceitunas, las que llamaban a silencio, las que sintonizaban la imagen de la tele, las que acomodaban mejor el cable transparente de la antena.
   Comimos pizza, una pizza que llegaba sólo en ocasiones festivas, la iban a buscar en auto hasta la avenida principal, o quizá manejaban hasta Haedo, un tanto más lejos, un tanto más poblado, un tanto más cercano a la infancia de mis padres; yo no recuerdo quiénes o cuántos exaltados había esa noche, la casa estaba llena de amigos, para mí sólo eran variedades de tíos, tíos más gordos, tíos más flacos, más sonrientes, más aburridos; tías cariñosas, tías distraídas y tías que daban vergüenza, como quien te da algo, como quien te obliga a guardar algo, aunque no sepas o no tengas dónde; y obediente, tomé, mamé, agarré obligada esa vergüenza y me la quedé para mí y como no supe dónde ponérmela, me quedó errante, molestando y acechando por todas partes.
   A la pizza la traían en un estuche atado con hilos de algodón, tiesos como cuerdas de guitarra; el estuche, redondo, de un telgopor grueso, con puntitos celestes, rojos y amarillos que se esparcen azarosos en lo blanco convocan mi atención; solía destruir los envases para atesorar pequeñas esferas, las apresaba en un frasquito ocasional, y a veces les hincaba el diente y las escuchaba gemir dentro de mi boca con su voz finita, triste y última, después me las tragaba y no decía nada y esperaba que algo horrible ocurriera; lo horrible nada tenía que ver con la muerte; lo horrible de la infancia es una forma particular del desamparo.
   La pizza estaba caliente, tal vez fuera más rica, tal vez el agua.
   Esa noche la abuela no vino a casa; esa noche, fue noche de luna, de televisor y telescopio; la abuela vino al día siguiente, atravesó la ciudad bajo una lluvia torrencial, una lluvia como la de hoy, un caudal que todo lo inunda, que nos hace conocer el olor de la tierra mojada mucho antes de precipitarse sobre nosotros, que nos recuerda el perfume del pasto y el verdadero color de los árboles. Con un hombre sin nombre en la luna y un cielo que se caía a pedazos, mi horror había crecido de manera notable y me había inundado: a mi abuela, sabia y enfermera, le dediqué mi primer ataque de espanto, ni bien la vi me arrojé a sus brazos y comencé a temblar.
   Ay, lo negro...
   Dormí con la abuela en el living; abrazada hasta hacerle mal. En los días de abuela se improvisaba una camita frente al gran televisor. En la oscuridad, ese aparato metido en el modular de cedro era un espejo negro que captaba movimientos con mayor precisión que una sombra. Yo no quería saber nada con mi cuarto, ni con los Telerín, a los que habíamos tapado, uno por uno, con grandes pañuelos de nariz y de cuello.
   Mejor los quitamos -decía mamá.
   No, mejor que no miren -proponía yo.
   Una familia fantasma, instalada de mayor a menor y colgada en la pared cremita de una habitación infantil, abandonada, en un chalet con techo a dos aguas, en un barrio de clase media, donde los fondos se confunden con los árboles viejos y lejanos de otra manzana, fondos oscuros y perdidos en la zona Oeste del gran Buenos Aires. Es que habían televisado a un hombre caminando en otro mundo, un hombre dando sus primeros pasos en la luna. Un hombre que seguía siendo hombre en un lugar que no era la tierra.
   La noche siguiente a esa noche tal vez haya sido la primera experiencia del insomnio. Esa noche tiene la posibilidad del recuerdo. En realidad, es posible que no haya sido la primera noche, pero es la noche que yo no olvido. Los Telerín con sus pupilas negras sobre fondo blanco, o el gran televisor como espejo negro en la noche, habrían de ser, en todos los casos, los únicos e imposibles testigos de todo lo que yo he olvidado.
   Testigos mudos, como el grito ahogado en noche de fogonazo, cuando la luz cobró intensidad y de una vez envolvió el cuarto hasta devorarle las formas y quitarle paredes, cama, repisa, objetos, y confrontarme a lo que aún no puedo precisar, pero que avanza lento y agranda su tamaño a medida que resta luz y deviene oscuro, sin ojos, sin voz, sin manos.
   El insomnio de esa niña extraviada en mí a los cuatro años, no es muy diferente al insomnio de esta mujer, adulta, que escribe en esta noche de lluvia; sencillamente, porque aunque no se reconozcan, la niña, sigue existiendo, extraviada, muda, detenida en el intervalo negro que se abre entre astro y astro, muy atenta a eso que se le acerca como para buscarla, para llevarla, para susurrarle un secreto con su lengua de otro mundo: un texto tan privado, tan bajito y murmurado que no debe despertar a los otros que duermen plácidos o con sueños difíciles la otra parte de la historia.
   Lo negro alrededor de los astronautas, el rostro de la niña, atento y curioso reflejado en el televisor, ojos y bocas de los otros espejadas en la luna, en la inmensidad de un cielo oscuro, negro y blanco como plateado y ese telón de fondo aún mucho más espeso que la arboleda en la noche.
   En esa oscuridad la niña ha visto de refilón otros ojos: los míos, que no son más que los de ella, que la miran desde una luna televisada, como desde un espejo oscuro, casi negro; y conforme la niña mira lo negro de la pantalla no sabe cómo, cuánto y cuándo se está mirando.
   Pero el miedo no es sin tristeza, pues en esa luna que ahora veían desde tan lejos, en esa luna imposible entrometida en el living, tan ajena a esa otra con aura de agua en el cielo, en esta nueva y rara luna desaparecía la luna curiosa mirada hasta el infinito con el padre, ya no era la luna que acercaba el telescopio y que dejaba todo sin ver; todo sin detalle, sin certeza, porque ver la luna con el padre era amar y perpetuar el enigma por la luna; y ahora en esos ojos mezclados con esas escafandras, en esa luna pagana, la niña ve sombras, cenizas, vergüenzas, huellas, banderas, tíos comiendo pizza, hombres cubiertos sin ojos, sin boca. Y también ve esos ojos tan suyos que han sido arrancados por la oscuridad y la tristeza -porque esos ojos tan míos se los quedó niña, la niña que anda extraviada, y que también me mira, espantada, como si fuera otra.
   Al día siguiente Carlitos robó de la bolsa de nuestra basura la tapa del estuche de pizza que nos habíamos comido un par de noches atrás; el muy asqueroso, ni siquiera la había lavado; colgaban quesos babosos, espesuras indefinidas, pegotes y a fin de cuenta eso que había protegido tan ricamente una tan rica pizza ahora era una inmundicia que enchastraba el aire con barro, queso, hilos y agua de zanjón; Carlitos lanzaba la tapa y la transformaba en un platillo espacial que desarrollaba una velocidad que quita el aliento y que obliga con apuro a bajar la cabeza. Desde la mitad de cuadra, donde mi casa lindaba con la de él, Carlitos arroja con pericia esa cosa sucia, redonda, que amenaza cara y cuello y llega airosa hasta la esquina para dar un golpetazo en los vidrios de la despensa y anunciar chillonamente: ¡Eh! ¡Betty! ¡Viene de Saturno!¡Viene de Saturno, Betty!
   Y fue que Betty salió a la calle, tardó lo que tardaba en subir el banquito, como rengueando, apareció tras la cortina de cintas plásticas, marrones, amarillas, verdes, apareció de a partes, primero la mano gordita, después el pie con el dedo en fuga y por último esa carota ancha y ojona, empelucada con una melena multicolor y larga
   -¿Así que viene de Saturno, ah...?
   y me miró a mí, a mí y no a él, Carlitos sucio, hijo de matagallinas:
   -bueno, chiquita, ahora ya sabés de dónde vienen; lo que nunca se sabe es hacia dónde van.
   Y volvió a torcer la boca, a fruncir la nariz, a mirarme y a ignorar profundamente a Carlitos, como si no existiera, como si fuera invisible para ella y nunca transparente para mí.
   ¿Hacia dónde van? ese miedo no se me había ocurrido, si bien era terrible que Betty viniera de Saturno, Saturno, al menos, era un nombre que yo podía señalar en el cielo, en el norte, en el mes de mayo, y no sólo eso, era un nombre que yo podía ver desde el telescopio, con sus anillos curiosos, luminarias celestiales, algo que en definitiva me acercaba a mi padre y que en ese momento íntimo y único abría un portal perfecto a la soledad del cielo y sus astros, y así crecía en mí la temprana forma de un exilio, al tiempo que me familiarizaba al extremo con la mirada, de manera que en esos momentos yo olvidaba que era una niña:
   Yo Puro Ojo,
   Yo Planeta;
   Yo Luna
   Yo Negro
   Yo Saturno
   
   Yo Betty.
   Betty, lo supe, había venido de mí, había salido de mí una noche, una noche sin recuerdos, una noche sin ojos: yo Luna, yo Saturno, yo Betty mi dedo en fuga.
   Entonces, ya sin abuela, corrí a casa dejando atrás a Carlitos, para subir a un banco, en la noche, como rengueando, y alcanzar el espejo del baño, y mirarme a la cara, y ver quién era; si yo; Saturno; Betty; o qué cosa, sin rostro.
   El desamparo de no saber quién se es tiene mucho de negro, negro como la hondura espesa que se abisma entre los astros. Por eso, entre lo que brilla y brilla, en el hondo intervalo, nace lo sin nombre, lo negro, aquel lugar al que supuse iban aquellos que venían buscarme; pero aún no sabía -y ahora a veces lo olvido- que soy yo quien cada vez desde lo más negro, vine, voy y vuelvo a buscarme y a llevarme quién sabe adónde.
del libro La sombra del animal. Vanesa Guerra Editorial BAJO LA LUNA Bs.As. 2008 PÁGS: 85-94











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